La luna estaba alta, desbordando su luz pálida sobre los muros de Luminaria, tiñendo de plata las torres y las cúpulas de cristal. La ciudad parecía contener el aliento, como si aguardara un presagio oculto entre las sombras. El faro, firme, seguía girando con su destello rúnico, aunque esa noche su brillo tenía un matiz extraño, como si un velo lo oscureciera por momentos.
Amara lo percibió primero, esa vibración inquietante que recorría el aire como una cuerda tensada a punto de romperse. Estaba de pie en uno de los balcones del palacio, el viento nocturno alborotando sus cabellos negros, cuando una punzada ardió en su sien. Una visión, fugaz, como un cristal quebrado: fuego en el horizonte, un mar encendido de rojo, y un coro de voces aullando nombres olvidados.
Tragó saliva, obligando a su mente a despejarse. Sintió el roce de una presencia familiar detrás de ella.
—Otra vez miras demasiado lejos —dijo Lykos, con esa voz grave que siempre parecía