El salón del consejo estaba iluminado por antorchas que parpadeaban como si compartieran la inquietud de los reunidos. El fuego proyectaba sombras largas y cambiantes sobre las paredes de piedra, dibujando figuras que parecían escuchar y opinar en secreto. La mesa ovalada de roble, símbolo de unidad entre razas, estaba ocupada en toda su extensión: vampiros de túnicas oscuras, lobunos de hombros anchos y mirada feroz, y humanos con plumas y pergaminos en mano.
Amara tomó asiento en el extremo que correspondía a los vampiros, con su porte imperturbable, aunque bajo la mesa sus dedos rozaban con suavidad el borde de la madera, un gesto que delataba el pulso acelerado de su mente. Sus ojos violetas, siempre intensos, recorrían cada rostro como si los diseccionara desde dentro. Las emociones de la sala la golpeaban como un oleaje: miedo en los humanos, indignación en los lobunos, arrogancia en algunos de los suyos.
Lykos, al otro lado de la mesa, se mantenía de pi