El aire aún estaba impregnado del calor de las antorchas cuando Lykos y Amara salieron del salón del consejo. Afuera, la noche se había cerrado sobre Luminaria como una capa de terciopelo negro, y el faro mágico lanzaba destellos plateados que dibujaban sombras largas sobre el empedrado. El murmullo de los guardias era bajo, pero cargado de inquietud; todos habían escuchado lo ocurrido dentro.
Amara no decía nada. Caminaba a su lado, con los labios apretados y la mirada perdida en el horizonte. Sin embargo, Lykos podía sentir la vibración de su mente contra la suya, una presión sutil que delataba que estaba procesando cada palabra, cada gesto del encuentro con los emisarios vampiros y lobunos.
—Estás demasiado callada —murmuró él, rompiendo el silencio.
Ella giró apenas el rostro, lo suficiente para que la luz del faro encendiera un brillo viol&aa