Cuando las últimas luces del crepúsculo acariciaron los mosaicos de Luminaria, el eco del Canto de los Tres Pueblos aún palpitaba en las piedras. La ciudad entera parecía respirar un aire nuevo, más liviano, más cálido. Las heridas del pasado no habían desaparecido, pero se habían transformado: eran ahora cicatrices brillantes que tejían un mapa de redención sobre la piel del mundo.
Desde las alturas del Templo del Alba, una multitud se congregaba, abarcando cada escalón, cada balcón, cada plaza abierta. El Festival de la Unión acababa de comenzar.
Una brisa dulce descendía desde el mar, trayendo consigo el aroma de flores nocturnas y especias recién molidas. Las telas ondeaban entre los pabellones decorados, y antorchas flotantes, con llamas en tonos d