El eco del estallido aún vibraba en las paredes del pabellón. La luz dorada emanada de Eryon parecía haber grabado un nuevo orden en la sala: un instante que partía la historia en dos, un antes y un después.
Los cuerpos de los Hijos del Colmillo Roto aún se retorcían bajo el peso de las sombras de Amara y las garras ensangrentadas de Lykos, pero nadie en aquel lugar apartaba los ojos del niño. Dentro de la cúpula oscura, el resplandor seguía latiendo, casi como si Eryon respirara al compás de la magia misma.
Amara lo sentía. No era un poder prestado. No era un accidente. Era el despertar de algo que, incluso para ella, resultaba insondable. Sus manos temblaban mientras reforzaba la cúpula, manteniendo fuera tanto a enemigos como a aliados que, con ojos abiertos de par en par, observaban con una mezcla de temor y deseo.
El círculo de consejeros había quedado dividido.
—Lo vi… —murmuró uno de los vampiros ancianos, con voz quebrada—. La luz del círculo… ¡dentro de él!
—Imposible… —escup