La sala del Consejo estaba envuelta en un silencio espeso, apenas roto por el chisporroteo de las antorchas en las paredes y el repiqueteo de la lluvia contra los ventanales. El ambiente tenía algo denso, casi eléctrico, como si las palabras que aún no habían sido pronunciadas ya estuvieran suspendidas en el aire, esperando el momento de caer con peso sobre todos los presentes.
Amara observaba la mesa circular en el centro de la estancia. Las runas talladas en su superficie ardían con un brillo tenue, convocadas por la energía de los representantes allí reunidos: vampiros, lobunos y humanos, todos con semblantes tensos. Esa alianza, frágil como un cristal recién soplado, parecía temblar con cada nueva noticia que llegaba de las fronteras.
—El norte se desangra —dijo Kaelen, el embajador humano, golpeando con los nudillos sobre la mesa—. Los Hijos del Colmillo Roto no retroceden, y cada día nuestras caravanas pierden hombres. No podemos permitirnos esperar más.