La puerta de metal se abrió de golpe, como un grito. Luna irrumpió con los ojos dilatados por el miedo, arrastrando el cuerpo del gobernador Miguel Santos como si el suelo le quemara los pies. Estaba pálida, descompuesta, con las manos temblorosas y la boca abierta, pero sin emitir palabra. Lo soltó de golpe frente a Olivia, como si deshacerse de ese peso la fuera a salvar.
—¡Aquí está! —exclamó, más para ella misma que para alguien más, con la voz quebrada.
El gobernador cayó pesadamente, inconsciente, los labios amoratados, la respiración superficial. Su camisa empapada de sudor y sangre, su rostro hinchado por los golpes.
—¡Maldita sea! —susurró Olivia al verlo—. ¿Qué dem