Las sirenas del hospital cortaban el aire como navajas, desgarrando la madrugada con su urgencia inconfundible. Olivia descendió de la camioneta envuelta en sangre ajena y temblores propios, sujetando a Miguel con ambos brazos. El gobernador estaba pálido, con la ropa rasgada y la sangre empapando su hombro izquierdo. Pero no se quejaba. No emitía más que un jadeo contenido, como si el dolor fuera una anécdota menor frente al espectáculo que protagonizaban.
—Ya casi, Miguel… —susurró ella, con la voz quebrada por la tensión, apretando con firmeza sobre la herida.
Los médicos corrieron hacia ellos. Olivia no lo soltó hasta que sintió las manos enguantadas rodearlo. Solo entonces lo miró de frente. Sus ojos oscuros, velados por la fiebre y la pérdida d