En el corazón del viejo barrio donde aún las veredas se llenaban de voces al caer la tarde, Ana Lucía tocaba la puerta de la casa de su abuela. Una casa modesta, con su porche de madera y sus macetas de albahaca colgando en la entrada.
La puerta se abrió de inmediato, y una anciana de cabellos blancos y sonrisa suave la recibió con los brazos abiertos.
—¡Mi niña bonita! ¿Qué haces por aquí sin avisar? Me hubieras llamado y te esperaba con café caliente.
Ana Lucía se dejó envolver por el abrazo cálido de su abuela. Era el único lugar donde sentía que podía ser ella sin que el mundo le pidiera explicaciones. Entraron juntas, y el aroma a canela y ropa recién lavada la recibió como un bálsamo.
—Necesitaba verte, abuela… Quería hablar contigo.
Se sentaron en la pequeña sala. La abuela le ofreció un té y unas galletitas que tenía guardadas “para visitas especiales”. Ana Lucía respiró hondo, mirando sus manos, y luego sus ojos llenos de arrugas suaves.
—Desde que llegué a la mansión… pasaro