La puerta crujió levemente al abrirse, dejando entrar a Ana Lucía con su pequeña maleta y una brisa perfumada por jazmines silvestres. Apenas dio un paso dentro, la voz de su abuela resonó desde la cocina:
—¿Ana? ¿Eres tú?
—¡Sí, abuela! —respondió ella con una sonrisa.
La anciana apareció en el marco de la puerta, secándose las manos en un delantal floreado. Sus ojos se abrieron como platos al verla con la maleta y el rostro ligeramente cansado.
—¿Pero qué ha pasado, mi niña? ¿Te despidieron? —preguntó alarmada, acercándose con pasos rápidos.
Ana soltó una carcajada suave mientras dejaba la maleta a un lado y extendía los brazos para abrazarla.
—No, no, tranquila. Todo está bien —susurró, envolviéndola en un abrazo largo y reconfortante—. Me dieron dos días de permiso. Solo eso.
La abuela se apartó un poco, pero no soltó sus manos. La examinó como si buscara señales de tristeza, desesperanza, o el tipo de dolor que una nieta suele ocultar.
—¿Dos días de permiso? —repitió, frunciendo e