El reloj de pared del salón de Catalina marcaba las 7:45 p.m. El tic‑tac incesante golpeaba el silencio como un latido metálico, paciente, implacable. En la calma del departamento, cada segundo parecía una sentencia. El aire acondicionado susurraba un murmullo constante, enfriando el ambiente más de la cuenta, como si respondiera a la frialdad que crecía dentro de ella.
Desde el ventanal de doble hoja, la ciudad se desplegaba en un tapiz de luces titilantes, como diminutas estrellas urbanas que palpitaban con indiferencia. Allá afuera, el mundo seguía su curso. Dentro, Catalina contenía un volcán.
Estaba sentada en el borde del sofá tapizado en gris oscuro, una elección elegante pero sobria, como todo en ese departamento impoluto. Sus dedos, adornados con anillos de oro blanco, temblaban ligeramente sobre el marco del iPad. Sus labios, pintados de rojo carmesí, se curvaban en una línea recta. No hablaban. Solo ardían.
Su ceño, fruncido desde que encendió el dispositivo, no había encon