La humedad del Caribe le pegó de lleno apenas descendió del avión. El aire caliente y espeso se coló por su blusa de seda, haciéndola fruncir el ceño como si el clima tuviera la culpa de su incomodidad. Catalina no estaba acostumbrada al desorden del aeropuerto, ni al murmullo constante en varios idiomas que zumbaba como abejas alrededor de ella. La terminal era pequeña, agitada, y llena de gente que se reencontraba con sonrisas. Ella caminaba entre ellos con la frente alta, arrastrando una maleta de cuero negro con ruedas silenciosas y pasos decididos.
No era un regreso por nostalgia. Ni por amor. Mucho menos por su hija. Catalina volvía porque había algo que la devoraba por dentro: la rabia de ver a Maximiliano sonreír sin ella, de ver cómo la felicidad crecía en un terreno donde antes solo quedaba su ausencia. Volvía porque esa niñera, esa mujer, no iba a arrebatarle el derecho de ser la única madre presente y, sobre todo, la única mujer que Maximiliano jamás podría olvidar.
Mientr