El cielo se extendía amplio y despejado como un lienzo azul salpicado de nubes blancas, suaves como algodón flotante. El rumor de las olas llegaba desde lejos, constante, como una canción vieja que tranquilizaba el alma. La brisa traía consigo ese olor inconfundible a sal y arena caliente, a promesas de libertad.
Era así como despidieron pasar otro fin de semana, juntos y recibiendo el sol entre sus cuerpos.
La playa se abría frente a ellos como un mundo nuevo. Emma, con un sombrero de ala ancha y un vestido amarillo que ondeaba al viento, corrió por la orilla sin preocuparse por nada más. La espuma del mar le mojaba los pies, y su risa se perdía entre los chillidos de las gaviotas que volaban bajo.
—¡Papá, Ana Lucía! ¡Vengan! ¡Las olas nos saludan! —gritó la niña mientras extendía los brazos como si pudiera abrazar el océano entero.
Maximiliano dejó las sandalias a un lado y caminó por la arena con Ana Lucía deseando poder tomarla de la mano. Iban descalzos, y el calor suave del suel