La cocina de la mansión estaba sumida en una penumbra acogedora. Solo la lámpara colgante sobre la barra central proyectaba una luz cálida que dibujaba sombras suaves sobre las superficies de mármol. El reloj digital marcaba las 12:47 a m. y el silencio envolvía la casa con una calma casi sagrada. Ana Lucía, con una camiseta de algodón holgada que le llegaba a medio muslo y el cabello recogido en un moño descuidado, sostenía un vaso de agua entre las manos. Sus pies descalzos rozaban el suelo frío, en contraste con la calidez que subía por sus piernas gracias al café de vainilla que aún perfumaba el ambiente desde la cena.
Dio un sorbo lento, mirando por la ventana que daba al jardín oscuro. El eco del viento contra los cristales y el crujido ocasional de la madera eran los únicos sonidos.
Hasta que escuchó el portón abrirse.
Un vehículo frenó con suavidad. Ana frunció el ceño. A esa hora nadie solía llegar y su jefe había dicho que llegaba tarde. Caminó en puntas de pie hasta asomars