La noche había caído con suavidad, como una manta tibia sobre los tejados de la mansión Santillana. En el jardín, el aire olía a pasto fresco, a galletas dulces todavía flotando en la memoria y a la felicidad que deja una tarde bien vivida. Las luces solares titilaban entre las flores como luciérnagas artificiales, y en medio del césped, la manta donde Ana Lucía y Emma habían compartido su merienda estaba ahora desordenada, como testimonio de risas y cuentos inventados.
—Ven, mi niña, es hora del baño —dijo Ana, estirando la mano hacia Emma.
La pequeña la tomó sin dudar, aferrándose a esos dedos cálidos como quien encuentra refugio. Su peluche colgaba flojo en la otra mano, ya cansado de tantas aventuras.
Subieron juntas por las escaleras de madera. Cada peldaño crujía levemente bajo sus pasos, acompañando el murmullo lejano del viento que se colaba por las ventanas abiertas. Al pasar por el pasillo, Ana Lucía echó un vistazo a la bandeja vacía que aún descansaba sobre la mesa lateral