Ana Lucía salió de la habitación de Emma con una sonrisa dibujada en los labios, aún escuchando las risitas suaves de la pequeña detrás de la puerta mientras jugaba con su peluche, envuelta en su toalla de osito. El pasillo estaba tibio, impregnado con el aroma dulce de las flores frescas que siempre adornaban los jarrones en la mansión. Las luces amarillas, tenues y cálidas, creaban un ambiente acogedor, casi como si el hogar quisiera abrazarla después del ajetreo de esa mañana llena de caos.
Se pasó una mano por el cabello, apartando un mechón húmedo de su frente. Su blusa tenía manchas de harina, azúcar pegada en una manga y una pizca de chocolate en el cuello. Pero no le importaba. De hecho, esa mezcla de caos dulce era una de las cosas que más amaba de su vida con Emma.
Apenas había dado unos pasos por el corredor, cuando se encontró con una de las chicas del servicio: Dolores, la encargada de la cocina en las tardes. La mujer venía con el delantal torcido y un pañuelo en la cabe