La mañana amaneció húmeda, con un cielo encapotado que parecía presagiar tormenta. El viento agitaba las ramas del jardín de la mansión, y el canto de los pájaros sonaba apagado, como si incluso la naturaleza guardara silencio ante la tensión que reinaba en la casa.
Maximiliano desayunó con prisas. Tenía el ceño fruncido, revisando documentos que apenas leían sus ojos cansados. El aroma del café llenaba el comedor, pero apenas lo probó. Emma estaba sentada frente a él, con el cabello aún algo despeinado y el lazo azul torcido, removiendo distraída un vaso de leche que ya se había enfriado.
—Papá… —dijo con voz baja, insegura—. ¿Te quedas hoy?
Maximiliano alzó la mirada, y el dolor de ver esa súplica en los ojos de su hija le atravesó el corazón. Se obligó a sonreír, aunque sus labios temblaron un poco.
—Hoy tengo que ir a la empresa, mi amor. Hay cosas que debo resolver. Pero te prometo que en la tarde regreso temprano. ¿Sí?
Emma bajó la mirada al vaso de leche.
—Si papá… no te tardes