El reloj de la sala marcaba las siete de la tarde, pero el ambiente en el apartamento estaba cargado de un silencio espeso, como si el tiempo se hubiera detenido. El lugar parecía ahora un refugio sombrío, con las luces encendidas a media intensidad y un aire de tensión que se respiraba en cada rincón.
Emma estaba sentada en el sillón grande del salón, con el lazo azul un poco torcido en su cabello y un muñeco de felpa entre las manos. Lo apretaba contra el pecho, mirando fijamente el fuego de la chimenea, aunque apenas ardían unas brasas. Sus ojos reflejaban la confusión y la incertidumbre de alguien demasiado pequeña para entender lo que ocurría, pero lo bastante sensible como para sentir que algo iba mal.
Maximiliano entró despacio, con el portafolio aún en la mano, como si no hubiera tenido fuerzas para dejarlo en su estudio. Se detuvo un instante en el umbral, observando a su hija. Su corazón se apretó al verla tan seria, tan distinta de la niña que solía reír y correr por los pa