La mañana amaneció gris, con un cielo encapotado que parecía presagiar que el día no sería sencillo. Desde temprano, un viento húmedo se colaba por las rendijas de las ventanas, trayendo el aroma a tierra mojada después de una lluvia nocturna. En el departamento, el sonido suave del agua goteando desde la canilla mal cerrada de la cocina se mezclaba con el tic-tac del reloj de pared.
Ana Lucía despertó con una sensación extraña. No era solamente el cansancio habitual de los últimos días, sino algo más profundo, como si un peso invisible le oprimiera todo el cuerpo. Se llevó una mano a la frente; estaba fría y húmeda.
Cuando intentó incorporarse, un mareo súbito la obligó a recostarse de nuevo. La habitación parecía dar vueltas, y el tenue aroma a café que subía desde el pasillo del edificio, lejos de reconfortarla, le provocó una punzada de náusea. Cerró los ojos, respirando hondo, intentando calmarse.
Otra vez, pensó, recordando que en las últimas semanas esos episodios eran cada vez