El cielo estaba cubierto por una ligera capa de nubes blancas que dejaban pasar apenas un rayo de sol pálido, como si el día dudara entre ser luminoso o gris. El patio del colegio tenía ese olor particular a césped recién cortado mezclado con tierra húmeda, un aroma que a Emma normalmente le encantaba porque le recordaba las tardes en que su papá la llevaba al parque. Sin embargo, esa mañana, ni la brisa fresca que acariciaba sus mejillas ni el canto lejano de los pájaros parecían importarle.
Estaba sentada en un rincón del área de juegos, con las rodillas pegadas al pecho y los brazos rodeándolas, meciendo ligeramente el cuerpo hacia adelante como si intentara encontrar calor en sí misma. Observaba cómo los demás niños corrían y reían, persiguiéndose entre sí. Los columpios chirriaban con un vaivén constante y el crujido de la arena bajo los pies resonaba en cada carrera. Aun así, para Emma todo sonaba distante, como si estuviera escuchando a través de una ventana cerrada.
—Emma, ¿no