La luz de la mañana se filtraba tímidamente entre las cortinas del ventanal, envolviendo la habitación en un resplandor suave, casi etéreo. Ana Lucía abrió los ojos con lentitud, sintiendo aún el eco de las emociones del día anterior adherido a su pecho como una segunda piel. El silencio de la mansión era profundo, interrumpido solo por el trino lejano de los pájaros que anidaban en los jardines.
Se incorporó con pesadez, sin prisa. A pesar de la calma aparente, su interior era un campo de escombros emocionales. La conversación con Maximiliano aún vibraba en su mente, como una melodía rota que no lograba silenciar.
Al asomarse por la ventana, vio a Emma corriendo por el césped húmedo con los brazos abiertos, imitando el vuelo de las mariposas. Rey, la seguía con devoción. Sonrió. No por alegría, sino porque Emma era ese pequeño respiro en medio de sus tormentas.
Después de una ducha larga, bajó a desayunar con la niña. La cocina olía a pan recién horneado y café. Dalia, como siempre,