—¡Podemos comer solo una aquí! —insistió Emma, con los ojos brillando de emoción.
Maximiliano sonrió, tomando asiento en el sofá con ella mientras abría con cuidado la caja blanca. La cinta azul cayó con gracia sobre la mesa de centro. El aroma a galletas recién horneadas se esparció por el aire, llenando la oficina con un calor casi hogareño.
—Esta tiene forma de corazón —dijo la niña, enseñándole una con glasé rosa.
—Y seguro sabe mejor que todas las que venden en el restaurante de la planta baja —respondió él, guiñándole un ojo.
Ana Lucía observaba desde un rincón. Aunque su rostro mantenía la serenidad, por dentro luchaba con una maraña de emociones. La ternura del momento, la complicidad entre padre e hija, y el eco de lo ocurrido entre ella y Maximiliano hacía apenas unas noches, la tenían al borde del abismo.
Fue entonces cuando la puerta de la oficina se abrió sin previo aviso.
—Maxi, te estaba buscando —la voz de Mariela, suave y perfumada, flotó en el aire como una intrusión