La tarde caía con una lentitud casi dolorosa, tiñendo el cielo de un ámbar profundo que se filtraba a través de los ventanales altos de la mansión. Las sombras se alargaban sobre el mármol del vestíbulo, y el silencio reinante parecía amplificar cualquier sonido: el goteo pausado de la fuente del jardín, el crujido de un paso lejano, el leve aleteo de una cortina que danzaba con el viento.
Ana Lucía caminaba por el pasillo principal con las manos entrelazadas sobre su abdomen, los dedos tensos, blancos por la presión. Su corazón latía con un ritmo ansioso y agitado. Desde hacía días, la presencia de Catalina se había vuelto asfixiante, como una nube que oscurecía la calidez que antes se respiraba entre Emma y ella. Lo había intentado todo. Había bajado la guardia, había puesto distancia, había cambiado sus rutinas con Emma. Y aun así… aun así, la niña se apagaba más cada día.
Ana Lucía subió al despacho de Maximiliano, con la garganta cerrada y el alma hecha un nudo. Pero no había dic