Cenizas de orgullo

Brenda

Salí del vestuario como un rayo, con el corazón golpeándome el pecho y las mejillas ardientes de rabia. Ser relegada a los baños por una semana era la mayor humillación que había recibido en mi vida.

Cada paso que daba hacia la salida del casino sentía la presión en mis sienes, como si el aire mismo se hubiera vuelto pesado. Intenté ignorarlo, pero no podía sacarme la sensación de encima. Había algo raro, un movimiento extraño en el ambiente, pero mi mente estaba demasiado ocupada reviviendo lo que había pasado horas atrás.

Recuerdo:

Caminaba por la sala VIP con la cabeza alta, dejando que mi presencia llenara el espacio. Sabía que las chicas me observaban de reojo, algunas con admiración y otras, como Lorena, con miedo. Y con razón. No toleraba los errores, no cuando estaban bajo mi vigilancia.

La tensión se podía cortar con un cuchillo. Todas sabían que no era una noche cualquiera. El disparo de la noche anterior había dejado su huella. Los rumores corrían como pólvora entre clientes y empleados por igual, y aunque no iba a confirmarlos, tampoco estaba en mi poder detenerlos.

Me detuve junto a una de las mesas, observando cómo Lorena, la chica nueva, entregaba una copa a un cliente con manos temblorosas. La sonrisa en su rostro era forzada, como si estuviera al borde del colapso.

—Lorena, ven aquí —ordené con un tono firme.

Ella dejó la bandeja sobre la mesa y caminó hacia mí, con la mirada baja y los hombros hundidos.

—Sí, señora Brenda —respondió, casi en un susurro.

—¿Qué crees que estás haciendo? —pregunté, cruzándome de brazos.

—Yo… estoy haciendo mi trabajo —murmuró, sin levantar la vista.

—¿Tu trabajo? —interrumpí con sarcasmo—. Si esto es lo mejor que puedes hacer, entonces no tienes lugar aquí.

La vi tragar saliva, incapaz de responder.

—¿Te parece que este lugar es un parque de diversiones? —continué, cada palabra más cortante que la anterior—. Los clientes pagan por un servicio impecable, no por tu tembladera y esa sonrisa que da lástima.

—Lo siento… —murmuró con lágrimas en los ojos.

—No quiero disculpas. Quiero resultados —sentencié antes de girarme y continuar mi recorrido.

El ambiente estaba cargado, pero yo sabía que mantener el control era lo más importante. Caminé hacia la barra, donde Joaquín atendía con la misma eficacia de siempre, aunque esta vez su expresión era más seria de lo habitual.

—¿Todo bien aquí, Joaquín? —pregunté con una sonrisa afilada.

—Todo bajo control —respondió sin mirarme, su tono seco.

No tenía tiempo para su actitud, así que simplemente lo ignoré. Fue entonces cuando todo cambió.

La energía en la sala VIP se transformó. El murmullo habitual se redujo, y varias cabezas se giraron hacia la entrada. No necesitaba mirar para saber quién era.

Bruno Delacroix había llegado.

Su presencia llenaba el espacio como una tormenta. Caminaba con esa seguridad devastadora, su traje negro impecable y el cabello ligeramente despeinado, como si hubiera salido de una sesión fotográfica.

Se movió a su zona habitual. Su mirada se paseaba por la sala con la misma frialdad y cálculo que lo caracterizaban.

Por supuesto, me notó. Siempre lo hacía. Su mirada se detuvo en mí por un instante, suficiente para que mi pecho se llenara de una mezcla de orgullo y nerviosismo. Pero no fue a mí a quien llamó. Hizo un gesto hacia Dayana, quien estaba cerca de él, y le dijo algo en voz baja.

Dayana se acercó a mí rápidamente, su rostro lleno de confusión.

—Delacroix ha pedido que Cindy le atienda —dijo, casi en un susurro—. No sabía qué decirle. ¿Qué hago?

Contuve el impulso de rodar los ojos. ¿Por qué Cindy? Esa pregunta ardía en mi mente, pero no dejé que se reflejara en mi rostro.

—Yo me encargo —respondí con frialdad—. Hablaré con él.

Me acerqué a Bruno, quien me miró con una ceja arqueada mientras cruzaba los brazos. Sabía que no debía molestarle, pero esta situación era inaceptable.

—Buenas noche, Señor —comencé, con la voz más tranquila que pude manejar—. Cindy no está disponible. La he movido a otra zona por… cuestiones disciplinarias.

Su mirada se endureció, y sentí que me escaneaba.

—¿Qué hizo? —preguntó, su tono cortante.

Tragué saliva antes de responder.

—Falta de respeto, señor.

Él me miró como si mi comentario no fuera suficiente.

— ¿Qué hizo exactamente?

—Aparte de llegar tarde, me respondió que no me importaban los motivos —contesté, tratando de mantener la calma.

Bruno apretó los puños, y vi cómo su mandíbula se tensaba.

—¿A qué zona la enviaste?

Diosito ayúdame.

—Al almacén —respondí.

El ambiente se volvió helado. La furia en su mirada era evidente, aunque su rostro permanecía inexpresivo.

—A partir de hoy, Cindy queda en la zona VIP y nadie la mueve —zanjó fríamente, con una voz baja y controlada que no admitía discusión—. No se toman decisiones con respecto a ella sin antes informarme.

Asentí, sintiendo una ola de impotencia y odio inundarme. ¿Qué tenía Cindy para provocarle esa reacción?

—Sí, señor —respondí, tratando de mantener mi voz firme.

Intenté retirarme, pero Bruno me detuvo.

—¿Quién le dio permiso para irse? —preguntó, sin levantar la voz pero llenándola de autoridad.

—Lo siento, señor —murmuré, quedándome en mi lugar.

—Estarás una semana en los baños —añadió con frialdad.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi rostro ardía de vergüenza mientras mi orgullo se hacía pedazos. Pero no podía discutir, no con él. ¿Lo peor?, no era la única que lo había escuchado.

—Largo —ordenó finalmente.

Con la cabeza gacha, me di la vuelta y salí del VIP, sintiendo las miradas de todos en mi espalda.

Fin del recuerdo.

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