Aquella mañana, todo parecía un decorado a punto de resquebrajarse. Para Greicy, la casa ya no era símbolo de poder, sino un escenario lleno de grietas. Cada puerta crujía como si quisiera revelar secretos.
No había dormido. La noche se le había ido entre llamadas y documentos que Dylan le entregó: un acta de nacimiento, un ingreso hospitalario y una nota arrugada con amenazas. Entre ellos se dibujaba una historia inconclusa, un rompecabezas con una pieza faltante: la conexión directa entre Amalia y el accidente de Roberta Ramírez.
Decidida, entró en la biblioteca. El olor a cuero y papel viejo la envolvió. Extendió las pruebas sobre el escritorio como si fueran confesiones. La convicción era clara: debía seguir.
Llamó a Dylan, quien llegó con la carpeta bajo el brazo y el ceño cansado.
—Tengo que hablar con alguien que conozca la historia de mi padre con esa mujer —dijo Greeicy de golpe—. La vecina mencionó a una mujer alta y elegante rondando la cuadra.
Dylan asintió.
—Tengo un cont