El ascensor se detuvo suavemente en el piso treinta y cinco con un sonido apenas audible, como un suspiro metálico. Las puertas se abrieron revelando el penthouse nupcial: un espacio que parecía diseñado para deslumbrar. Las paredes de cristal envolvían el lugar, dejando ver el skyline nocturno de Ciudad Real extendiéndose hasta el horizonte. Los rascacielos, como centinelas iluminados, parpadeaban contra la negrura del cielo, mientras miles de luces se reflejaban en la superficie del río que cruzaba la ciudad, como si fuera un espejo líquido.
El aire dentro del penthouse estaba impregnado de un aroma dulce y especiado: velas de vainilla y sándalo encendidas estratégicamente en cada rincón. La alfombra, gruesa y mullida, amortiguaba cada paso. En el centro, la cama king size no era solo una cama; era un altar al exceso. Sábanas de algodón egipcio impecablemente blancas, un mar de pétalos de rosa esparcidos con precisión casi obsesiva, una botella de champagne enfriándose en un cubo de