La fiesta seguía vibrando con la energía casi caótica de la “hora loca” improvisada. Las serpentinas colgaban de las lámparas como lianas doradas, los globos rodaban por el suelo y el eco de los tambores mezclado con la música electrónica retumbaba en el pecho de los presentes. El aire estaba impregnado de perfume caro, champagne recién abierto y el dulzor de los postres que los meseros aún repartían entre la multitud.
En el centro de la pista, Valentina se había convertido en la estrella indiscutible. Su vestido de tul blanco giraba como una nube cada vez que movía la cintura, y sus trenzas adornadas con pequeñas flores brillaban bajo las luces de colores. Los invitados la rodeaban entre risas, piropos y palmas, pero ninguno estaba más embelesado que Greeicy, quien la seguía con mirada protectora, como si estuviera viendo a una hermana menor… o a una hija que nunca tuvo.
Mientras tanto, Dylan observaba desde un costado, copa en mano, con ese gesto serio que intentaba camuflar bajo un