El salón del Hotel Imperial brillaba con un esplendor casi teatral, como si alguien hubiese diseñado cada rincón para provocar asombro. Las arañas de cristal, gigantescas y etéreas, colgaban del techo como coronas invertidas, lanzando destellos dorados que bailaban sobre las copas de cristal fino. Los manteles de lino blanco estaban tan lisos que reflejaban la luz, y los cubiertos brillaban como recién pulidos. El perfume de las flores —una mezcla de gardenias y lirios blancos— competía con las notas dulces del champagne francés que burbujeaba en las copas.
Pero había algo más.
No era visible, pero se sentía como electricidad en el aire: tensión.
Una tensión invisible, que parecía condensarse justo en el centro del salón, donde Dylan Montenegro y Greeicy Suárez compartían el mismo espacio.
Él, de pie, con el esmoquin negro perfectamente ajustado a su cuerpo alto y atlético, irradiaba autoridad. La postura erguida, la mandíbula marcada y los hombros firmes le daban el porte de un rey f