Día tras día pasó, y en la sala de cuidados que antes estaba llena de máquinas que regulaban la respiración y los latidos, el ambiente cambió. Los pitidos que antes sonaban graves dieron paso a un ritmo más sereno; el oxímetro marcaba cifras estables y la respiración de Clara, aunque aún débil, ya no dependía del aparato con tanta frecuencia como los días previos.
León se sentó en la silla junto a la cama, observando cada bocanada de aire de Clara. Cuando sus párpados se movieron levemente y se abrieron despacio, casi no lo creyó. Ese rostro pequeño estaba pálido, pero sus ojos negros, que antes siempre brillaban de risa, miraron con confusión y luego reconocieron a las figuras que la rodeaban.
—¿Clara? —preguntó León.
Clara giró la cabeza y una sonrisa tenue dibujó sus labios, lo que llenó de alegría a León. Tomó la mano de León con su mano todavía fría.
—Estás a salvo —dijo León.
En un rincón de la habitación, Damian permanecía erguido, sereno en el porte, aunque sus ojos no podían