Doce años después.
Ya no había fuego. No había más explosiones, gritos ni aullidos bañados en sangre. Solo se escuchaban las risas de los niños corriendo por el parque de la ciudad, las bromas de los vendedores del mercado vespertino y la música suave que salía de los cafés a lo largo de la calle principal. La ciudad había renacido.
Y en el centro, justo frente al Palacio de la Paz, se alzaba un imponente edificio de cristal, construido sobre las ruinas del antiguo cuartel de la Manada Knight. En su entrada, una estatua de ocho metros mostraba a un lobo y a un humano estrechándose la mano, símbolo eterno de reconciliación.
Damian observaba desde el balcón de su casa, vestido con una camisa de lino gris y pantalones blancos. Su cabello, ahora salpicado de hebras plateadas, no había restado vigor a su porte firme ni a la intensidad de su mirada. A su lado, Aurora acariciaba el cabello de Elara, que se había convertido en una adolescente vivaz y parlanchina.
—¡Papá, mira! ¡Puedo dibujar