La mansión estaba en silencio.
El reloj marcaba las 2:43 a.m.
En el estudio, la chimenea chisporroteaba débilmente.
La lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar.
Y Thomas estaba sentado, solo, con una copa en la mano.
El líquido ámbar no temblaba en el cristal.
Su mano sí, apenas.
Sus nudillos sangraban.
Sus labios estaban apretados.
Sus ojos fijos en la nada.
Henry entró en silencio. No hizo preguntas. No lo miró con lástima.
Se acercó con un botiquín pequeño. Se sentó frente a él, como lo había hecho desde que era niño. Abrió el algodón, el desinfectante, las vendas.
Thomas no protestó.
Al tocarle la mano, Henry frunció el ceño.
“¿Desde cuándo tomas, señor?” preguntó en voz baja, casi sin mirarlo.
Thomas bajó la vista a la copa. El líquido dorado parecía juzgarlo.
Pero no dijo nada.
Ni una palabra.
Dejó que el alcohol le quemara la garganta.
Y que Henry le curara las heridas.
El silencio se instaló entre los dos.
Cómodo. Crudo. Verdadero.
Thomas solo respiró h