El estudio estaba casi en penumbra. Solo la luz ámbar de una lámpara bañaba el escritorio, derramándose sobre los papeles ordenados con una precisión que no decía nada… y lo decía todo.
Anfisa permanecía de pie frente a él, las manos enlazadas contra su abdomen, mientras el silencio se espesaba como una tela pesada. Ya empezaba a parecerse a una costumbre: encontrarse en la misma habitación, sin atreverse a hablar primero.
Thomas no levantó la mirada de lo que estaba leyendo. Sus ojos recorrían las líneas con esa calma tan suya, que nunca dejaba claro si estaba tranquilo o al borde de romper algo.
Un largo minuto pasó así.
Finalmente, sin apartar la vista del documento, su voz sonó grave, baja.
“Tienes dudas.”
No era una pregunta.
Anfisa respiró hondo, y por un segundo pensó que la voz se le quebraría. Pero no lo hizo. Cuando habló, su tono salió extrañamente calmo, como si no fuera suyo.
“Me mentiste.”
La palabra quedó flotando entre ellos, más afilada que un grito.
Thomas alzó la mi