Habían pasado varios días desde aquella tarde en el jardín, y desde entonces Larissa y Anfisa se habían vuelto casi inseparables. Como si no quisieran —o no pudieran— dejar de estar juntas ni un instante. Caminaban por los pasillos de la mansión, recorrían el jardín, compartían desayunos y tardes enteras en la biblioteca o en la terraza, siempre lado a lado, como dos sombras.
Anfisa no parecía querer separarse de su tía, y Larissa tampoco la dejaba. A veces, entre risas suaves o conversaciones triviales, paseaban por los salones y las galerías antiguas de la casa, y Thomas las veía pasar.
Él se mantenía al margen, en silencio, desde el umbral de su estudio o al pie de la gran escalera. A veces les dirigía un saludo breve, un movimiento apenas perceptible de la cabeza. Otras solo las seguía con la mirada mientras ellas continuaban su camino, envueltas en su propio mundo.
Los días se sucedían así, uno tras otro, con una calma tensa. Anfisa junto a Larissa, Thomas inmerso en sus asu