El cuerpo de Anfisa yacía jadeante bajo el de Thomas, sus pechos subían y bajaban con la respiración entrecortada, aún sensibles, marcados por el recorrido de su boca. Tenía la piel perlada de sudor, las piernas temblorosas todavía enredadas alrededor de sus caderas, como si no pudiera —o no quisiera— soltarlo. Él la cubría parcialmente, una mano grande descansando en su muslo alzado, su otra mano en la nuca de ella, acariciándola sin pensar, con los dedos entrelazados en su cabello.
Thomas no decía nada. Sus labios, aún húmedos, descansaban sobre el cuello de Anfisa, donde latía su pulso acelerado. Pero su mente, aunque todavía embriagada por el cuerpo de ella, empezaba a regresar… lentamente. Como si un fragmento de realidad lo estuviera arrastrando de vuelta al mundo exterior.
«Me pertenece…» pensó, aún dentro de ella, con ese instinto salvaje que no se apagaba. Pero en lo más profundo, sabía que no estaba solo en esa batalla.
El aire en la habitación era un caldo de humedad, perfu