La habitación estaba envuelta en un silencio apacible, apenas interrumpido por el canto lejano de algún pájaro y el sonido suave del esmalte al ser agitado. La luz de la tarde entraba sesgada por las cortinas, y sobre la alfombra tejida, Anfisa tenía las piernas cruzadas con delicadeza, los pies descansando sobre una almohadilla que Thomas había colocado ahí sin decir nada.
El vestido que llevaba ese día tenía algo distinto. No era provocador. Tampoco especialmente lujoso. Era sencillo, con tirantes finos y tela blanca que caía con gracia sobre sus muslos, decorado con bordados diminutos que parecían hechos a mano. Pero había algo en la manera en que le abrazaba la cintura, en cómo dejaba ver el nacimiento de sus clavículas, lo suelto que caía al inclinarse… que lo volvía imposible de ignorar.
Anfisa parecía más luminosa que de costumbre. Más... suya.
Sus mejillas tenían un color natural, y su cabello, suelto y suave, le enmarcaba el rostro como una pintura. Thomas se obligaba a mant