CAPITULO LVIII

La habitación estaba en penumbra, pero Anfisa no se había movido. Seguía junto a la ventana, como si el jardín fuera lo único que pudiera mirar sin que le doliera.

Cuando Thomas entró, no encendió la luz. Cerró la puerta detrás de él y se quedó allí, observándola. Se la tragaba con los ojos, pero no dio ni un paso al principio.

“¿Qué fue esta vez?”, preguntó con esa voz grave, harta, como si ya no tuviera paciencia para otra escena.

Anfisa se giró lentamente, con la barbilla en alto, aunque sus ojos brillaban demasiado.

“Quiero irme.”

El silencio que siguió fue denso. Como si el aire mismo se negara a continuar.

Thomas dio dos pasos. Sus zapatos sonaron firmes sobre la madera. Su sombra la cubrió cuando se acercó, y su presencia llenó la habitación como una tormenta contenida.

“No lo vamos a hacer otra vez, Anfisa.”

Su voz no tenía ni un atisbo de dulzura. Era dura. Inapelable. Cansada.

Anfisa bajó la mirada, tragando con fuerza. Sus dedos se enredaban entre sí, nerviosos, como si bus
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