Después de informarle al director del equipo de investigación sobre mi embarazo y sugerirle que reconsiderara mi puesto, cerré el correo, mentalizada para el rechazo. Incluso si me excluían, estaba decidida a mudarme a Suiza; si era necesario, encontraría una casita con encanto para empezar este nuevo capítulo con mi hijo.
Entonces, llegó el mensaje de Gavin. Me pedía que nos viéramos en el Restaurante Moonlight esa noche; el mismo lugar que yo había reservado para nuestro aniversario, donde me dejó plantada para irse con otra. Aunque cada fibra de mi ser se oponía, finalmente le contesté que iría, antes de que el sol poniente ahogara la pantalla de mi celular en una luz ámbar.
De vuelta en mi habitación del dormitorio, Gloria, mi loba, gruñó en mi cabeza.
—¿En serio vas a ir? ¿Después de todo lo que te hizo?
—Tengo que hacerlo —le respondí—. Si queremos que este cachorro esté a salvo, primero necesito cortar todos nuestros lazos. La cena es solo para que firme los papeles. Ya después, cuando haya un océano entre nosotros…
Su gruñido vibró en todo mi cuerpo.
—¿Y luego qué? ¿Crees que va a dejar que te lleves a su hijo así como si nada?
Le enseñé los dientes a mi reflejo en el espejo.
—Para entonces, ya será muy tarde para que pueda hacer algo.
Gavin había llegado temprano al Restaurante Moonlight. La mesa estaba adornada con peonías, las mismas que una vez dibujé en mi diario de botánica. Junto a ellas, un collar de piedra de luna brillaba al lado del vestido rojo que tanto me había gustado en la revista Vogue del mes pasado. Era su forma de admitir, sin palabras, que sí me prestaba atención; un gesto que no por tardío era menos doloroso.
Cuando me acerqué, se levantó con una caballerosidad ensayada y me acercó la silla con la precisión de quien se prepara para un arbitraje corporativo y no para una reconciliación. El silencio entre nosotros se hizo cada vez más tenso, hasta que por fin lo rompió.
—Sobre lo que pasó en el hospital…
El caos estalló cuando su asistente irrumpió por las puertas de cristal, tan agitado como un médico en plena zona de guerra. De su conversación en susurros me llegaron fragmentos de una traición: Vivian… desmayo… amenaza de aborto.
Su silla rechinó contra el suelo, acabando con el último rastro de esperanza que me quedaba. En la salida se detuvo, no para mirarme a mí, sino para delegar una tarea.
—Le voy a pedir a James que te acompañe…
—Vete.
Mi sonrisa tenía un sabor a cobre y a jazmines aplastados.
—Al final solo somos un par de adultos jugando al romance, ¿no?
La mentira brillaba entre nosotros, igual que las copas de champaña. Desapareció en el abrazo de la noche. Me fallaron las rodillas; la traición de mi cuerpo reflejaba mi colapso emocional.
Con la vista nublada, vi cómo se acercaba la silueta de James. No era él quien regresaba, sino otro sustituto.
El piso se abalanzó hacia mí y el dije de piedra de luna se me clavó en la palma de la mano mientras la oscuridad se llevaba lo poco que quedaba entero en mí.
La última imagen se grabó a fuego en mi mente: las luces traseras de su carro difuminándose en las calles mojadas por la lluvia, llevándoselo hacia la crisis de otra mujer, mientras la mía se volvía permanente.
***
Recuperé la conciencia en destellos. Veía unas batas borrosas y escuchaba a Gavin murmurar con alguien cerca de la puerta. Las manos enguantadas del médico gesticulaban en el aire.
—¿Usted sabía que ella…?
Se me cerró la garganta.
—Agua, por favor…
La interrupción cortó el aire estéril del cuarto. Las palabras salieron de mi boca como las de un buzo que emerge desesperado por aire. El puño de diseñador de la camisa de Gavin rozó mi palma febril mientras me pasaba el vaso de papel, pero su mirada ya estaba de vuelta en la autoridad de bata blanca.
—¿Qué decía sobre su estado?
El pánico me recorrió la espalda. Mis ojos se encontraron con los de la doctora, una súplica silenciosa gritando a través de mis pupilas dilatadas. El pitido rítmico del monitor cardiaco se aceleraba como la cuenta regresiva de una bomba.
Por suerte, su teléfono sonó con la urgencia existencial de los códigos de emergencia corporativos.
—Seguimos con esto después —murmuró, ya a medio camino de los elevadores.
Cuando las puertas se lo tragaron, la doctora inclinó su expediente.
—¿Su esposo sigue sin saber del embarazo?
—Era una sorpresa de aniversario —respondí con voz rasposa y una sonrisa que se partía como tierra seca—. Su discreción sería… un beneficio para ambas.
Su pluma dudó un instante, la ética profesional luchaba contra la discreción que se le debe a la clase alta, pero terminó por anotar una simple deshidratación en los papeles del alta. El secreto se anidó más en mí, y su peso, todavía embrionario, ahora se sentía doble.
—¿Ya supiste? En la 806 está la pareja de hombres lobo esa, la famosa… el Alfa del que todo el mundo habla. ¡Es la primera vez que veo al Rey Lobo en persona! Dicen que el señor Clarke no se le ha despegado a su Luna desde que llegaron.
—¡Claro! ¿Qué esperabas? ¿Viste cómo la cargó para entrar al hospital? Parecía de película romántica.
Un suspiro.
—Llevan como diez años juntos y siguen como si fueran novios. Y el mío ni se acuerda de nuestro aniversario…
Sus palabras me quemaban como si fueran de plata. No había duda: solo podían estar hablando de Gavin y Vivian.
—Pues claro que la cuida, si por fin la señora Clarke le va a dar un heredero. El Alfa trajo a un equipo de especialistas para atenderla a la menor molestia.
Eso parecía un chiste. Gavin trataba a Vivian como a la realeza mientras yo, la Luna olvidada, tenía que arreglármelas sola.
Después de dos noches sin ninguna novedad, los doctores me dieron de alta.
Al salir por la puerta del hospital, mi primer destino fue el Consejo de la Manada para recoger el Acuerdo de Disolución del Vínculo de Pareja.
Ese documento es la prueba oficial de que nuestro vínculo como compañeros está disuelto. Para cuando él abriera ese sobre, yo ya estaría en Suiza.