Los ojos dorados de Gavin me seguían con una intensidad casi primitiva, como si su lobo se negara a parpadear por miedo a que yo pudiera desaparecer.
Me di la vuelta. El viento rugía en el paso de la montaña y cortaba a través de mis pieles, pero el frío apenas me rozaba. Entré en el refugio de suministros sin mirar atrás ni una sola vez.
Afuera, su voz grave se abrió paso a través de la tormenta.
—... Paul. Soy yo.
La ventisca se tragó la mitad de sus palabras, pero los fragmentos que lograron colarse hicieron que apretara con más fuerza la solapa de cuero de la tienda de campaña.
—Me quedaré en los Alpes... el tiempo que sea necesario... encárgate de mis asuntos... nada de mensajes.
Y entonces, tan clara como el aullido de un lobo bajo la luna de invierno, llegó la promesa que hizo que mi pulso se agitara:
—No volveré sin ella.
Palabras que lo desnudaron por completo. Este no era el Rey Alfa que alguna vez comandó ejércitos y esperaba obediencia instantánea. Era un macho quemando tod