La avalancha había arrasado con la estación de montaña. Las vigas de acero estaban retorcidas bajo el aplastante peso de la nieve, los paneles solares yacían hechos añicos y la cúpula de investigación, antes impecable, no era más que un amasijo de hielo y vidrio astillado.
Tanto lobos como humanos trabajaban hombro con hombro, levantando tiendas a prueba de viento y trasladando a los heridos hacia los sanadores. El aire cortaba por el frío, y el humo de las fogatas de emergencia se enroscaba hacia el cielo, como oscuras señales enviadas a la Luna.
Fue entonces cuando lo percibí: su olor.
La inconfundible atracción del Rey Alfa del Norte: una mezcla de almizcle de lobo, sangre con olor a hierro y la sal del agotamiento. Sentí pánico, como si una garra me quitara el aire.
Surgió de entre la neblina de nieve, y cada uno de sus pasos era dominio y vacilación. Su voz sonó rasposa y autoritaria.
—Estás esperando a mi heredero. Soy el padre. Vas a volver a mi territorio conmigo.
Le enseñé lo