Al otro día, las chicas habían cumplido su promesa de organizar una despedida “improvisada”. Adrianna apareció en el departamento de Natalia con una botella de vino bajo el brazo, sin imaginar que encontraría globos, música suave, aperitivos y hasta una pequeña pizarra que decía: “Viaje de los casi enamorados”.
—¡Están locas! —exclamó entre risas, mientras Lucrecia la arrastraba adentro.
—Sí, y tú también por haberte enamorado de Paolo Marccetti.
—No estoy enamorada… —intentó negar Adrianna.
—¡Ajá! —gritaron todas al unísono—. ¡Lo está!
La velada fue un canto a la sororidad, la alegría y la esperanza. Hablaron de todo: del trabajo, de los hijos, del viaje, del amor, de los errores y los nuevos comienzos.
Cerca de la medianoche, Adrianna salió al balcón con una copa de vino. Natalia la siguió en silencio.
—Estás bien, ¿verdad? —preguntó con dulzura.
—Sí. Me asusta estar bien. Pero lo estoy.
—¿Y Paolo?
—Me hace sentir viva, pero también segura. Como si no tuviera que fingir nada.
Natali