Cinco años después.
La mansión Marccetti brillaba aquella noche como nunca antes. Guirnaldas de luces colgaban de los árboles del jardín, y una enorme carpa blanca estaba decorada con flores lilas y rosas, los colores favoritos de Paulina. Había música suave en el aire, y cada rincón parecía preparado para celebrar no solo los quince años de una jovencita, sino la historia de toda una familia que había aprendido a sanar juntos.
Adrianna miraba a su hija con los ojos llenos de lágrimas contenidas. La pequeña que una vez pidió su fiesta de princesas ahora estaba frente a ella, convertida en una joven radiante, con un vestido de tules celeste y morado que le daba un aire de reina.
—Estás preciosa, mi niña. —susurró Adrianna, acariciando su mejilla.
Paulina sonrió con esa dulzura que siempre la había caracterizado.
—Gracias, mamá. Pero lo más bonito de todo esto es que estamos juntos. Eso es lo que quiero celebrar. Y con este travieso hermoso. —dijo cargando por un momento a Adriano el pe