Esa noche, Lety no pudo dormir. El nombre de Enzo Minelly resonaba en su mente como una alarma imposible de apagar. Había guardado ese secreto durante muchos años, cumpliendo una promesa que le arrancó el alma. Pero ahora, ese pasado volvía a tocar la puerta... como un grito del destino.
En la madrugada, se levantó. Encendió una tenue lámpara, abrió el segundo cajón del escritorio y sacó una caja forrada en terciopelo azul. Dentro, un sobre amarillento con una carta escrita a mano por Annabell... y una pequeña medalla con el nombre Adrianna grabado en la parte trasera.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Perdóname, Annabell... pero ya no puedo callar más. Tu hija merece saber quién fue su padre. Y Enzo también... aunque duela. —se dijo en susurro.
A la mañana siguiente, Lety pidió hablar con Ernesto a solas. Él la notó nerviosa, pálida, distinta.
—¿Pasa algo, mi amor?
—Sí… y ya no puedo seguir callando. He vivido con este peso en el alma demasiado tiempo. Es momento de que la verdad sa