Adrianna repetía en su mente cada palabra que la doctora había dicho. Quería olvidar sus lamentos, grabados en lo más profundo de su ser, todo lo sucedido en aquel momento tan desgarrador de su vida. La doctora volvió a pasar el transductor por su vientre, haciendo sonar ese eco incomprensible que Adrianna no sabía descifrar. Sus sollozos se intensificaron al escuchar aquellos pequeños latidos: eran los corazones de sus hijos.
Cerró los ojos, deseando grabar para siempre esos sonidos que provenían de su interior. Volvió a llorar, y la doctora, al escucharlos, se sorprendió: para el tiempo de gestación que tenían, los latidos eran muy fuertes. Miró a Adrianna, secó sus lágrimas y le preguntó: -¿Acaso no es muy pronto para escuchar sus latidos? -No es común escucharlos a estas semanas -respondió la doctora, alternando la mirada entre Adrianna y la pantalla-. Es como un grito diciendo: "Yo te amo, madre". -Aunque no los hubiera escuchado... no creo tener el valor para deshacerme de mis propios hijos, independientemente de quién sea el padre o de cómo fueron concebidos... no puedo. Ahora me doy cuenta de que no puedo... Lo siento, doctora. Siento haberle hecho perder el tiempo. -No... no ha sido tiempo perdido. Al contrario, hemos ganado la batalla. Tú eres victoriosa, y tus trofeos serán recibidos cuando tus pequeños corran a tus brazos llamándote "mamá", y tú seas consciente de que es a ti a quien llaman madre. Adrianna miró a la doctora -que era más un ángel que una médica-, y se puso de pie mientras las lágrimas corrían a borbotones por sus mejillas. La doctora volvió a secárselas, comprendiendo el valor que había tenido Adrianna al aceptar su condición y, con ella, a sus hijos, pese a su corta edad. La abrazó con fuerza. Adrianna sonrió levemente, se vistió y salió del consultorio. Al abrir la puerta, Lety, que estaba esperando, se levantó como impulsada por un resorte. Quedó frente a ella, la miró a los ojos y dijo con la voz quebrada: -Hija... -No pude, madrina. No soy tan criminal como ese desgraciado... me hizo tanto daño -respondió Adrianna, y Lety la abrazó fuertemente. -Hiciste lo correcto, hija mía. Todo estará bien. Vamos a estar bien, ya lo verás. Vamos a casa -dijo justo cuando el teléfono sonó. En la pantalla apareció el nombre de Lucrecia. Adrianna lo miró y cerró los ojos. Era su amiga, pero no deseaba contarle lo que había sucedido aquella noche. -Madrina, quiero empezar una nueva vida lejos de aquí. Quiero dejar todo esto atrás, incluso esta ciudad... aunque eso signifique dejar a mi mejor amiga. ¿Puedo contar contigo? -Por supuesto que sí, hija mía. Siempre podrás contar conmigo. Vamos a casa -respondió Lety, abrazándola, aliviada por la inesperada decisión de Adrianna. Subieron al Uber de Ernesto. Él las observó por el espejo retrovisor, pero no dijo nada: sabía que no era el momento. Al llegar, Lety se despidió con una leve sonrisa, y Ernesto lo comprendió. -Bueno, me retiro. Creo que tienen mucho de qué hablar. -No, Ernesto... Quédate, por favor. Eres compañía y apoyo para mi madrina en estos días tan difíciles. -Sabía por lo que estaban pasando y quise ayudar -respondió Ernesto. -Y lo has hecho -añadió Lety, sonriendo. Entraron a la casa. Lety preparó café para mitigar el frío. -Bien, madrina... Ernesto... como saben, han sido días oscuros para mí. Agradezco su apoyo y ayuda. Además, creo que merecen saber algo muy sorprendente. Lo más devastador, después de lo ocurrido, fue saber que aquí, dentro de mí, está creciendo el producto de aquella noche fatídica. Y por alguna razón, a tan pocas semanas, logré escuchar los latidos de sus corazones. -¿Corazones? -preguntó Lety, muy intrigada, mirando a Ernesto. -Sí, madrina. Corazones. Porque dentro de mí están creciendo tres bebés. -¿Tres? ¡Dios mío! ¿Tres...? ¿Estás segura? -Sí, madrina. Y quiero ser la mejor madre del mundo. Ser fuerte para mirarlos a los ojos sin miedo, sintiendo orgullo de tenerlos. Cuando pregunten por su padre, quiero saber qué decir sin herir sus sentimientos, protegiendo sus corazones para que no guarden rencor. Quiero que comprendan que jamás lo conocerán -expresó Adrianna, llorando nuevamente, consciente de que no sería la última vez. Siempre que el recuerdo regresara, las lágrimas vendrían con él. -Pues bien, estamos en un momento de revelaciones -dijo Ernesto con solemnidad. —Agradezco que me incluyan en sus asuntos personales, y como tal, debo responder. Tengo una hija. Tengo un nieto que llegó a este mundo de la misma forma en que tus hijos están llegando. No soy taxista. De vez en cuando regreso a esta ciudad y manejo un taxi para ver si encuentro al hombre que le hizo daño a mi hija. A pesar del tiempo, quiero encontrarlo y hacer que pague. Ahora, por cosas del destino, esa noche me crucé en tu camino. Estoy aquí para ayudarlas. Si aceptan, las invito a quedarse en mi casa en París, donde está mi hija. Lety y Adrianna se miraron sorprendidas al escuchar la invitación. -Acepto... acepto tu ayuda, Ernesto. Y gracias por acogernos en tu casa. Te prometo que no será por mucho tiempo. Buscaré trabajo para conseguir un hogar para mis hijos, mi madrina y yo -respondió Adrianna, viendo en ello la oportunidad de desaparecer y no regresar jamás. -¿Y cuándo nos podemos ir? -preguntó Lety, aún sorprendida. -Ahora, madrina. Ahora. Si voy a empezar una nueva vida, tiene que ser ya. No quiero perder un minuto más en este lugar lleno de malos recuerdos. Vamos a preparar nuestras cosas. Llevaremos solo lo necesario. Ernesto hizo una llamada y ordenó preparar el jet para volar a París. Unas horas después, Ernesto, Lety y Adrianna abordaban un jet privado. Dejaban Roma atrás, jurando no volver jamás. --- CASI TRES MESES ATRÁS. Noche de la fiesta. Claudio había llegado de Estados Unidos junto a Charlie, uno de sus amigos más cercanos a la familia. Estaba agotado por las largas horas de vuelo y no quería asistir a la fiesta. -Vamos, Clau, es mi fiesta -insistió Lucrecia, su prima. -Será solo un momento. Además, te traje a Charlie como me pediste. -Y te lo agradezco, pero quiero que estés presente. -Sí, estaré. Solo espero que Charlotte no se me cuelgue al cuello. -Ignórala y ya. Claudio Marchetti era un prodigioso estudiante de negocios y economía financiera internacional. Único hijo de Paolo Marchetti, bajó junto a Charlie a la recepción. -Clau, ven, te presentaré a una amiga -dijo Lucrecia, tomándolo de la mano. -Espera un momento. Primero saludaré a la abuela y a los demás. Después me dedicaré a tu amiga -respondió, dirigiéndose al centro del salón. Saludó y conversó con los invitados conocidos. -Abuela, tan hermosa como siempre. -Y tú, mi nieto adorado, tan encantador. Espero que esta noche encuentres a la indicada. -Estoy muy joven, abuela. No quiero atarme a nadie aún. Me falta mundo por conocer -dijo justo cuando Charlotte se acercó. -Claudio, qué bueno que estás aquí. Te extrañaba. Nunca respondes mis mensajes. ¿Acaso intentas librarte de mí? -preguntó, abrazándose a su cuello. Claudio le tomó las muñecas y las apartó. -Charlotte, no me gusta que hagas estos espectáculos. Así me espantas a todas las posibles pretendientes. -Pero si yo soy tu principal pretendiente. Nadie puede tenerte más que yo -dijo posesivamente. -No soy de tu propiedad y nunca lo seré, ¿entiendes? -habló fríamente, soltándola y caminando hacia otros conocidos. Desde el otro extremo del salón, Claudio vio a una chica de ojos negros. Ella le sonrió levemente, y él quedó cautivado. Las horas pasaban y siempre alguien se acercaba a él, impidiéndole acercarse a la mujer que le había llamado la atención. -Toma este cóctel -le ofreció Charlotte. Claudio aceptó. Brindaron por la homenajeada, y Claudio bebió todo el contenido. Charlotte sonrió con malicia. Sabía que la sustancia en la bebida haría efecto pronto. Quince minutos después, Claudio empezó a sentir calor. Su frente sudaba, la vista se le nublaba. Se dirigió al baño a refrescarse. Necesitaba agua, aire, claridad. Entró, mojó su rostro, pero el calor no cedía. Su cuerpo bullía, salió caminando sin rumbo. En un pasillo oscuro, encontró a una mujer. Nunca vio su rostro. La tomó del brazo y la arrastró a una habitación, después la empujó contra la pared, desgarró su falda y rompió su ropa interior. -¡No! ¡Déjame! ¡Suéltame! -escuchó entre ecos lejanos. Adrianna luchó, pero Claudio no respondía a la razón. Su cuerpo estaba fuera de control. La cubrió, la lamió, la invadió con su aliento nauseabundo. Ella sintió repulsión, miedo, impotencia. Su grito se ahogó en la garganta. Poco a poco, su vista se nubló, y cayó en la inconsciencia. Claudio se puso de pie. Su corazón latía con fuerza. Su mente estaba en blanco. Vio a la mujer desmayada y se alejó, sin rumbo. Llegó como pudo a los vestidores del personal y cayó inconsciente en un sofá. No supo cuánto tiempo pasó. Al despertar, su cabeza estallaba de dolor. -Claudio, ¿qué pasó? Desapareciste toda la noche -preguntó Paolo. Claudio no podía responder. Se arrastró hasta el baño, se quitó la ropa, dejó que el agua corriera por su cuerpo. Sintió ardor en el pecho, se miró: tenía arañazos cerca del cuello. Se observó en el espejo. Fragmentos de la noche llegaron como golpes. -¿Qué carajos pasó? ¿Qué hice? ¿Qué hiciste, Claudio? -se preguntó, mientras el horror de la verdad comenzaba a emerger.