Todo el bosque estaba en silencio.
No el silencio normal que precede al aullido de los lobos o a la carrera de una presa asustada. No. Era un silencio contenido, profundo, como si los árboles mismos contuvieran el aliento. Como si la tierra estuviera a punto de abrirse y revelarnos sus secretos más oscuros.
Estaba arrodillada junto a mis hijos, el corazón latiéndome con una fuerza dolorosa en el pecho, los nudillos blancos de tanto apretar sus pequeñas manos. Sentía sus dedos temblar dentro de los míos, y quise mentirles. Decirles que todo estaría bien. Que esto era solo un ritual. Que la luna no iba a devorarlos desde el cielo.
Pero los tres me miraban como si ya supieran la verdad. Como si sus dones, ahora apenas contenidos bajo la superficie, ya les estuvieran susurrando cosas que yo no podía oír.
—Mamá... —susurró Élan, el más callado de los tres, el que tenía los ojos del mismo color que Kael. Un gris tormenta que nunca lograba mirar sin sentir un escalofrío.
—Aquí estoy, mi amor