Miguel se quedó mirando a la pantalla durante unos segundos; se llevaba el dispositivo a la oreja una y otra vez mientras se aseguraba de que hubiera alguien al otro lado.
—¿Sofía? —preguntó, la voz un poco ronca, quizá conteniendo una emoción que no lograba comprender del todo, ¿era alivio o preocupación?— ¿Estás ahí?
Al otro lado no hubo respuesta. Solo un leve suspiro, una exhalación tan breve como temblorosa. Miguel apretó el teléfono con más fuerza, sintiendo cómo la incertidumbre se clavaba entre sus costillas.
—Sofía, dime algo. ¿Estás ahí? ¿Sucede algo?
Entonces la oyó. Un sonido gutural, ahogado, que parecía salir desde el fondo de su pecho.
—Sí… —dijo ella finalmente, con una voz tan tensa que él apenas la reconoció—. Sí, estoy aquí.
Miguel tragó saliva, intentando leer lo que no se decía. Había algo distinto en su tono, algo que lo puso alerta, como si cada palabra pesara demasiado.
—Voy a hablar rápido —continuó ella, sin dejarlo intervenir—. Antes de que me arrepienta. No