Clara dejó caer el teléfono apenas terminó la llamada. No pensó, no sintió el frío del suelo ni el peso de su propio cuerpo cuando se puso de pie. Solo alcanzó a decirle al mayordomo que cuidara de su hijo, que no importaba la hora ni la cena ni nada más, que se quedara con él y no se moviera de la casa.
Su voz salió rota, cargada de una urgencia que ni ella entendía del todo, y sin esperar respuesta, salió.
El trayecto al hospital fue una secuencia borrosa de luces, bocinas y calles que se cruzaban sin sentido. Las manos le temblaban en el volante, y por momentos sentía que no llegaría, que el aire no alcanzaba, que su pecho iba a estallar de miedo.
No era solo pánico, era culpa, una culpa tan grande que apenas podía sostenerla. La voz del médico todavía resonaba en su cabeza, repitiendo las mismas palabras con un tono tan grave que perforaba su corazón de roca maciza: «La señora tiene anemia hemolítica aguda causada por fármacos».
Cuando llegó, apenas pudo hablar. Preguntó por su ma