Esa misma noche, Sofía y Lilly se habían quedado junto con Sebastián. La mañana llegó impregnada por el aire que olía a café recién hecho, además del zumbido distante de los autos que ya se preparaban en la pista.
Sofía, con las piernas cruzadas sobre la cama, observaba a Sebastián sentado frente a ella, que aún estaba despeinado, con el rostro iluminado por una emoción que hacía mucho no veía en él.
—Cuando estoy en la pista —decía él, con la mirada fija en el horizonte que se veía por la ventana—, todo se detiene. No existe nada más. Ni el ruido, ni los miedos, ni lo que dejé atrás. Solo el motor… y yo.
Sofía lo escuchaba en silencio. Había algo en su tono que la conmovía profundamente, una mezcla de pasión y vulnerabilidad que la hacía sentir que ese hombre frente a ella era el mismo de antes, pero también alguien nuevo, alguien que había logrado sobrevivir a todo lo que lo separó de su pasión.
Su corazón se llenó de una calidez que no esperaba, una alegría sincera por verlo de nu