Desde la última vez que se marchó furioso de la casa de Sofía, Miguel había mantenido una esperanza silenciosa. Era una esperanza terca, casi absurda, pero seguía ahí, anclada en lo más profundo, una que le decía que ella lo llamaría, que recapacitaría, que entendería que todo lo que él hacía era por su bien. Pero pasaron los días, luego las semanas, y Sofía no dio señales de vida. No hubo mensajes, ni llamadas, ni una sola palabra.
Al principio intentó convencerse de que era cuestión de tiempo, pero esa calma aparente se fue convirtiendo en inquietud. Sofía ya no era la muchacha que dependía de él para todo, ni la hermana pequeña que lo admiraba con los ojos llenos de confianza. Había cambiado. Lo sabía. Sin embargo, ese cambio lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Una tarde, mientras observaba los papeles amontonados sobre su escritorio, comprendió que, si no hacía algo, la descuidaría por completo y podría tomar una decisión que dañara su vida. Soltó un suspiro tens