Sofía lo miró incrédula, sin poder creer la naturalidad con la que Miguel había entrado en su casa aquella mañana, como si nada hubiera ocurrido el día anterior. Sentía que su sangre le hervía en las venas.
La escena del beso forzado aún la perseguía; todavía podía sentir la presión de su boca sobre la suya, el peso de esa rabia disfrazada de deseo. Y ahora él estaba allí, frente al cochecito, mirando a la bebé con un gesto de ternura que la desconcertaba tanto como la enfurecía.
—¿No vas a hablar de lo que hiciste ayer? —preguntó, cruzándose de brazos con frialdad.
Miguel no se movió. Seguía observando a la niña, con la mirada perdida, como si aquella pregunta no le incumbiera.
—¿Te parece normal entrar así, traer regalos y fingir que no pasó nada? —insistió Sofía, su tono subiendo apenas un poco.
Él no respondió. Se inclinó un poco más sobre el cochecito, y la pequeña, aún medio dormida, movió los labios en un reflejo. La vista de aquel gesto le arrancó una sonrisa leve, casi imperc