La brisa marina los recibió con un aire salado que se pegaba a la piel. El contraste entre la atmósfera cargada del bar y el aire abierto de la noche fue tan fuerte que Sofía cerró los ojos un instante, como si el viento pudiera sacudirle la rabia.
Sebastián la condujo hasta un banco frente al mar, un lugar apartado de las luces brillantes de la calle. Se sentaron completamente callados unos segundos, y solo el rumor de las olas llenaba el silencio que ninguno de los dos se atrevía a llenar con palabras.
Sebastián tenía el ceño fruncido, pero su mirada estaba perdida en el horizonte oscuro. Sus dedos seguían tensos sobre las rodillas, como si aún llevaran el eco de haberla sujetado. Sofía, en cambio, sentía el pecho cerrado, como si su enojo se hubiera mezclado con una fatiga insoportable. No podía seguir conteniendo el peso que llevaba.
Fue ella quien finalmente rompió el silencio luego de soltar una gran bocanada de aire que no sabía que estaba reteniendo.
—Ese hombre que viste en la