El rostro de Sofía se frunció una vez más, recordando las últimas palabras de Sebastián. Su enojo se amplificó.
—No tienes por qué preocuparte —sentenció con brusquedad, retomando sus palabras anteriores—. Solo quería probar un sorbo, nada más. Tú no eres nadie para decidir lo que hago. ¿Recuerdas? Se supone que cada uno debe seguir con su propia vida y no interferir en la vida del otro. Ni siquiera somos amigos —soltó con severidad.
Esas mismas palabras fueron las que salieron de los labios de Sebastián la última vez que se vieron, cuando él le contó la historia detrás de lo que pasó con su amigo, su accidente y su cicatriz. El recuerdo le golpeó como un eco incómodo, como si el destino quisiera ponerle un espejo frente a la cara.
Él la miró incrédulo, con la mandíbula apretada. Claro que se acordaba de lo que le dijo, cómo no hacerlo si esas frases le habían pesado desde entonces, clavándose como una verdad a medias en su memoria.
Pero ahora era distinto. Ella también se había entro